Alejandra Azad está sentada en su cama de sobreviviente y Enrique Álvarez, su marido, en una silla de plástico, abrazaditos los dos y sin Rocío Elvira, su niña bonita que cantaba como un pajarito, la que el negro domingo pasado murió en el asiento izquierdo de la fila cuatro de Aerocon, a los seis años de edad y después de decirle a su mamá que la amaba y que no quería morirse ahí, con ese humo amargo que lo envenenaba todo.
Alejandra fue la última persona de las diez que, vecinos de chinela y hasta de pantalón corto, sacaron con vida de la panza del avión que con 18 tripulantes cayó como un pájaro herido de un cielo mojado, cinco segundos antes de tocar la pista del aeropuerto de Riberalta del departamento de Beni.
También en la fila cuatro del Metro III iba Alejandra, pero en el lado derecho de ese cubículo a donde los pasajeros tienen que entrar agachados, como introduciéndose en un túnel cerrado. Madre e hija llegaban de vacacionar en La Paz y la ruta Trinidad-Riberalta era el último tramo para por fin llegar a casa.
El avión giró a la derecha y cayó del lado izquierdo, se deslizó con el tren de aterrizaje patas arriba y, cuando se detuvo, un humo negro hizo nacer la penumbra dentro de la nave. Así cuenta ella, que pensó que todos iban a salir vivos porque creía que, como ocurre en las películas, llegaría un carro bombero. Por eso, le decía a su pequeña que no grite, que aguante...
“Delante de mi hija estaba una amiga. La llamé por su nombre y le pregunté: ¿Cómo está?, me respondió: “Aquí estoy firme mi niña”. Le pedí que me ayude a sacar a mi hija y, como no me contestó, volqué y lo que vi fue una llamarada enorme y a ella que se quemaba, que se quedaba sin piel, sin cabello, sin nada. Se fue derritiendo, chiquitita se hizo, yo la vi morir sin decir nada. También vi a un hombre que gritaba: Dios mío, voy a corregir mi vida. Y agarraba a golpes la ventanilla. Nuevamente nos cubrió la nube y sonó una explosión fatal”.
Alejandra perdió el conocimiento y entre sueños escuchó que alguien dijo: “Aquí hay otra persona”, y otra dijo: “Sí, está muerta”. Pero igual la sacaron. Ella reaccionó, gritó que su niña estaba adentro de la chatarra, un hombre corrió para sacarla pero antes de que llegue explotó el ala derecha. Alejandra y Enrique ahora están abrazaditos, en esta sala de una clínica de Riberalta y tienen una cara tan triste como si hubieran acumulado todas las penas de este mundo. Ella observa en su celular el video en el que se ve a su ‘niña linda’ bailando y cantando como un pajarito. “No quiero sembrar lástima, pido justicia y que Aerocon se cierre porque fue un asesinato lo que nos hicieron, al no habernos hecho aterrizar donde no esté lloviendo”, dice, Alejandra, que lleva puesta una polera blanca con el rostro de su Rocío, como una forma de que la de ella y las otras muertes, no queden meciéndose en el viento.
El mal augurio
Desde que salió de Japón, donde vivía desde hace cinco años, un par de días antes, Óscar Andrés Takata (23) tuvo la sensación de que algo malo le iba a pasar en su retorno a Riberalta. Y cuando estuvo en Trinidad, casi pierde el avión porque, presa de un problema de estómago, se encerró en el baño del aeropuerto.
Entró a la nave y se ubicó en el penúltimo lugar del lado derecho (fila ocho). Detrás de él un hombre se sentó en el último asiento sin saber que una hora después iba a morir.
Ya en el aire, durmió 20 minutos, cuando despertó sintió la furia de las nubes negras y media hora después soportó el desenlace fatal cuando la nave tocó tierra por la fuerza. Rompió la ventanilla gracias a que llevaba unos botines con tacos gruesos, sacó su cuerpo por ese orificio angosto pero olvidó su billetera y la mochila roja, donde en total llevaba cerca de $us 10.000, el dinero que reunió de un trabajo duro de tres años y con el que pretendía levantar una empresita de tejería en Riberalta.
A las 16:00 del pasado domingo, Sandra Sosa, su madre, Denisse, su hermana de 18 años, y otros familiares, fueron al aeropuerto para recibirlo con el corazón bailando en el pecho. Pero al llegar se enteraron del siniestro y a Sandra se le cayó el mundo. Corrió en una moto al hospital y ahí, en su búsqueda desesperada, recibió una llama en su celular, contestó y una voz cansada le dijo: “Mamita, mamita, estoy vivo mamita”
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