Una tarde de febrero de 1954, la tragedia rondó los cielos bolivianos cuando un avión del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB) sufrió un incidente que puso a su tripulación y sus pasajeros al borde de una muerte segura.
A mediados de la década de 1950, el LAB era la única empresa aérea comercial que cubría las principales rutas del país, convirtiéndose por entonces en el principal vínculo integrador en una época en la que las carreteras eran precarias —o no existían— y los ferrocarriles, escasos.
La empresa bandera nacional contaba para su servicio con un lote de los hoy legendarios aviones Douglas DC-3 y DC-6, versiones que habían sido utilizadas como transporte de tropas y material bélico en la II Guerra Mundial. Esas aeronaves fueron acondicionadas para la actividad comercial y por mucho tiempo brindaron un valioso aporte a la integración aérea boliviana.
El avión había despegado al promediar las tres de la tarde del aeropuerto “Lajastambo” de Sucre, llevando a bordo algo menos de veinte pasajeros de los treinta asientos de los que disponía la aeronave.
“Cuando salimos de aquí nos elevamos y comenzamos a volar sobre una especie de sábana blanca; eran las nubes que estaban bajas y arriba predominaba un sol radiante”, recuerda el abogado Jaime Ampuero García, por entonces un joven aspirante a ingresar a la universidad.
Él, como otros pasajeros, tenía como destino la ciudad de Tarija, hacia donde se dirigía el DC-3 en su primera escala, mientras otros debían continuar viaje hasta la población chaqueña de Yacuiba.
En ese entonces, la central del LAB en Cochabamba monitoreaba y brindaba información a todos los vuelos de la empresa a través de un sistema de radio, y el contacto entre los pilotos y la torre de control de la capital valluna era permanente.
“Volábamos plácidamente observando ese paisaje tan lindo, una sábana interminable”, recuerda Ampuero.
Al cabo de alrededor de 70 minutos, el piloto se aproxima al aeropuerto de Tarija, donde debía aterrizar en su primera escala. Sin embargo, el mal tiempo en esa estación impide que el avión pueda tomar tierra pese a que el comandante, el capitán Lehm, había pedido permiso para intentar una maniobra que le fue negada por ser demasiado riesgosa y no estaba permitida.
“Le ordenan que vaya a Yacuiba hasta que se despeje Tarija. Nos dirigimos a Yacuiba y lo mismo: estaba nublado y no pudimos ingresar. Pero lógicamente ya estábamos intranquilos porque llevábamos cerca de dos horas volando”, dice Ampuero, quien recuerda que un halo de inquietud se instaló en la cabina debido a que llevaban mucho tiempo sin lograr aterrizar.
En el Chaco la situación climática era la misma, por lo que la base de Cochabamba vuelve a instruir al Comandante que retorne a Tarija a la espera de que el tiempo mejorara en ese lapso.
Sin embargo, el drama de los pasajeros del DC-3 apenas comenzaba. Cuando sobrevolaban cielo tarijeño, la base del LAB confirma que es imposible realizar cualquier intento de aterrizaje. La nueva instrucción es que el avión retorne a Sucre, con la previsión alternativa del aeropuerto de Culpina, que estaba en las proximidades.
Ampuero, por entonces un joven de casi 20 años, desconoce por qué el piloto decidió no tomar en cuenta Culpina. Aunque es posible que también el cielo estuviera encapotado en esa zona.
Mientras, el avance de la hora era otro factor en contra, pues las sombras de la noche acechaban al DC-3 después de más dos horas volando casi a la deriva. Entonces, el capitán enfila nuevamente a Sucre, donde el tiempo está despejado y es todavía posible aterrizar.
Sin embargo, los minutos más dramáticos de aquel vuelo estaban recién por llegar.
“Los pilotos se encontraban totalmente desesperados. De pronto, el copiloto deja la puerta (de la cabina) abierta, viene el asistente y le preguntamos qué estaba pasando. Nos dice que se había acabado el combustible y lo que estaban haciendo era bombear la gasolina que estaba en la cañería mediante un mecanismo parecido al de un inflador de mano”.
“Es ahí cuando cunde el pánico. Todos nos imaginamos un desastre, un accidente fatal. Había dos monjitas, el Gerente del Banco Central de Bolivia, un médico y otros más. Las personas estaban desesperadas: algunos rezaban, otros lloraban; en fin, era un caos”, añade Ampuero en su narración para ECOS.
“Yo también estaba en esa situación, pero de pronto dije: ‘Señor, ayúdame’. Porque me daba cuenta del cuadro que había. Los otros pasajeros me preguntaban si el motor estaba funcionando, porque yo podía verlo desde la ventanilla; luego me vino una tranquilidad increíble: yo pensaba en ese momento que si algún desastre iba a suceder, yo me iba a salvar”.
Con sus últimas reservas de combustible, el avión intentaba aproximarse al aeropuerto Lajastambo. Pero se agotaron y la aeronave empezó a descender, con el recurso de la aerodinámica, en busca de un lugar donde intentar un aterrizaje de emergencia.
La tripulación alertó a los pasajeros que debían tomar previsiones y cortó todos los circuitos eléctricos, entre ellos el funcionamiento de la radio.
Ampuero cuenta que, antes, los pilotos habían enviado dramáticos mensajes de despedida a sus familiares en Cochabamba, mientras el Comandante informaba al control sobre su última posición geográfica antes de cortar la comunicación.
El DC-3 descendía ya con los motores apagados hacia un aterrizaje incierto, en medio de la angustia y el pavor de los pasajeros que a duras penas podían mantener la calma. “Recuerdo claramente cuando comenzó a planear el avión después de que se apagó el motor, ya no funcionaban los motores y veíamos los cerros y los árboles cada vez más cerca, no sabíamos nosotros dónde estábamos”.
Dado que no había ninguna posibilidad de carretear, el piloto no bajó el tren de aterrizaje.
En el primer impacto contra el suelo una parte de la cola del avión se desprende y la cabina de pasajeros se llena de polvo. Luego, la aeronave rebota, “todavía a una increíble velocidad” y, en una muestra de gran maestría, el capitán logra hacer un viraje, hacia la izquierda, en el que se rompe el ala. Milagrosamente, el averiado DC-3 se detiene con brusquedad pocos metros antes de impactar contra un cerro. Lo que vendrá, es pura desesperación. Rápidamente, los pilotos ingresan a la cabina de pasajeros y comprueban que nadie ha sufrido mayores lesiones, salvo golpes menores y rasguños.
“Fueron fracciones de segundo, no nos dio a pensar. Pasa el primer momento y la tripulación, luego de verificar el estado de los pasajeros, saca unas pequeñas hachas y comienza a romper los vidrios de la cabina, por donde pudimos salir con su ayuda”, prosigue Ampuero.Arrodillados en la arena, los pasajeros y la tripulación aún no pueden creer lo sucedido.
En el cielo, casi oscurecido, un avión de la FAB sobrevuela el lugar y envía a la cabina un mensaje sobre la posición exacta del incidente. Les informa que están en el río Pilcomayo y que deben caminar unos cuantos kilómetros “hasta una hacienda”, donde estarían más seguros.
La playa del río se abre notoriamente en el sector de Sotomayor, donde el piloto logró la hazaña de salvar a los pasajeros de aquel angustioso vuelo regular. Luego, el Comandante comentaría que, además de sus cartas de vuelo, siempre tenía señalado el Pilcomayo como referente en su ruta hacia el sur.
“Con la ayuda de algunos campesinos que llegaron, nos trasladamos todos a la hacienda de Sotomayor, que estaba relativamente cerca; casi al oscurecer, nerviosos, fatigados. Los pasajeros tenían algunos pequeños golpes, pero todos podíamos caminar”, relata Ampuero.
Ya en la noche, mientras el alivio volvía a los atribulados pasajeros, la tripulación compartió en la antigua hacienda una taza de café y una lata de galletas que había traído desde la aeronave accidentada.
“Recuerdo que hubo un hecho realmente curioso. Cuando nos presentábamos, un señor dice llamarse Montesquieu, y luego le llega el turno a otro pasajero y le dice: ‘Mucho gusto, yo soy Diderot’. El primero le responde que no era para hacerse la burla, ‘¡yo me llamo Montesquieu, aquí está mi pasaporte!’. ‘¡Y yo también soy Diderot!’, le respondió su interlocutor. Ambos mostraron sus pasaportes”.
Al día siguiente, los pasajeros fueron recogidos de Sotomayor por un bus que el LAB utilizaba para el transporte desde y hacia el aeropuerto de Sucre. Como es lógico, la algarabía y el alivio de los familiares fue la nota predominante del recibimiento en la capital, dado que pocas horas antes se había dispuesto inclusive la penosa preparación de ataúdes para lo que se consideraba una inevitable tragedia.
Dos días después, el LAB reprogramó su vuelo a Tarija, en el que el único anotado de la lista inicial fue Jaime Ampuero García, quien tenía que llegar a la ciudad sureña para rendir su examen de ingreso a la Facultad de Derecho de la Universidad Juan Misael Saracho.
El joven estudiante, a pesar de que después sufrió una crisis temporal de inseguridad, “tenía miedo de cruzar la calle hasta cuando venía una bicicleta”. Nunca tuvo fobia a los vuelos y durante toda su vida utilizaría el avión como medio de transporte.
Años más tarde, ya siendo profesional, pudo realizar una destacada carrera judicial que lo llevó incluso a desempeñarse como ministro de la Corte Suprema de Justicia.
El avión accidentado fue reparado en el lecho del río y, meses después de aquella dramática aventura, tras la habilitación de una pista improvisada, el mismo capitán Lehm levantó vuelo del lugar en la aeronave, redondeando así una de las proezas más notables de la aviación civil boliviana.
“Fue, para todos nosotros, como volver a nacer después de un día desesperante”, concluye Ampuero en su relato para ECOS, nada menos que 61 años después.
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